La sabiduría popular dice que la curiosidad mata al hombre.
Partiendo de esa fórmula puede decirse que la pretensión provoca los mismos
efectos en el cine. Basta ver Un cuento de invierno para comprobarlo. Extraño
injerto de drama romántico con relato fantástico y panfleto místico, la
característica central de este relato escrito y dirigido (aunque mejor sería
decir perpetrado) por Akiva Goldsman es su propensión al desborde. Abuso
verificable en todas las líneas cinematográficas posibles, desde una fotografía
excedida de lucecitas, brillitos e impostados claroscuros recargados de luna y
de nieve, hasta una banda sonora mal intencionada e insistente, pasando por un
guión de copiosa obviedad y que a falta de un género abusa de varios a la vez.
¿Acaso no es todo eso lo que lastra la historia de amor y
redención entre una señorita hermosa y rica, pero moribunda (Jessica Brown
Findlay), y un hábil ladronzuelo (Colin Farrell) perseguido por su ex mentor,
un impiadoso capo de la mafia (Russell Crowe)? ¿O lo que provoca que la relación
entre el joven y un caballo tan blanco y noble como lleno de fantásticas
sorpresas resulte un fatídico lugar común? ¿O lo que hace que el enfrentamiento
entre ángeles y demonios en la Nueva York de principios del siglo XX no sea más
que el déjà vu de un déjà vu? ¿Cómo se hace para unir todo eso (y más ) en una
sola historia sin caer en el absurdo? Ubicada en la frontera múltiple que
separa el mundo victoriano de la modernidad, el cuento de hadas de la realidad,
lo romántico de lo meloso y la profundidad espiritual de la superficialidad new
age, no hay forma de no calificar Un cuento de invierno como un pastiche
víctima de sus propias pretensiones.
Podría decirse que la película cuenta con un reparto realmente
notable que consigue en base a su oficio hacer más grata la experiencia.
Podría... pero sería mentir. Con lógica de productor –que es a lo que se
dedicaba exclusivamente Goldsman antes de debutar aquí como director–, el film
se dedica a sumar estrellas sólo por tenerlas un ratito en pantalla. Crowe, por
ejemplo: un tipo capaz de hacer que la cámara no pueda apartarse de él, esta
vez se la pasa haciendo gestos que quieren ser sutiles, pero que resultan un
extraño caso de exceso minimalista. Y qué desperdicio imperdonable se comete
con William Hurt. Por su lado, Jenniffer Connelly hace lo que puede donde es
imposible hacer mucho y Farrell termina de demostrar que es un actor de la
estirpe de Brad Pitt: hay papeles que le caen como el Martini a James Bond y
otros, como éste, que lo dejan al filo de la vergüenza. Sin duda, lo enumerado
es antes responsabilidad de la película que de los actores; tan cierto como que
nadie los obligó a ser parte de ella. El giro final suma a todo esto un
innecesario paso de ciencia ficción que, por un instante, permite aferrarse a
la tentadora esperanza de que tal vez así la película pudiera salvarse. Pero
para entonces ya es tarde y el desenlace no es más que un nuevo escalón sobre
el cual rodar en la caída.
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