Basada en la celebrada serie de cómics, esta épica
acción-aventura lleva a Wolverine (Hugh Jackman), el personaje más icónico del
universo X-Men. El mutante de
las garras metálicas que hizo famoso a Hugh
Jackman empieza la película
al final de la Segunda Guerra Mundial, en un impactante prólogo en Nagasaki,
justo en el momento que está por explotar la bomba. Lo que sucede en esa escena
entre él y un joven soldado japonés a punto de hacerse el harakiri es lo que lo
mete en este complicado entuerto nipón muchas décadas más tarde. Suerte de western
fantástico, Wolverine: Inmortal tiene el encanto del héroe que se resiste a
serlo, pero que no puede evitar involucrarse, incluso emotivamente, con cada
situación.
Hay otra buena escena cuando el relato salta elípticamente de Nagasaki
a la actualidad, en la que Logan, convertido en un vagabundo del bosque, venga
la muerte de un oso a manos de un grupo de cazadores en una típica cantina de
ruta, que no sólo subraya la debilidad del personaje por las nobles causas
perdidas, sino que remeda las clásicas trifulcas de salón. Igual que los héroes
de Eastwood en los films de Leone, Wolverine es un forastero en rodeo ajeno que
debe apelar a la astucia aun cuando la brutalidad es su mejor arma. Y hasta
levanta las cejas en el momento oportuno, igual que Joe, Monco y Blondie.
Jackman conoce al personaje de memoria y cada película confirma que su
presencia en aquel primer episodio de 2000 fue el gran acierto de Bryan Singer.
A pesar de todo eso y de algunas buenas escenas de acción (una de ellas en el
techo de un tren, infaltable en un western, aunque se trate de un tren bala),
la película va perdiendo densidad. Tal vez se deba a la ausencia de un villano
que consiga contrapesar al héroe y dar la talla en términos dramáticos. Y, ya
se sabe, no hay buenas películas de superhéroes o de vaqueros sin un buen
villano.
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