Una de las imperdibles en el Festival de Lima. La historia de dos ancianos inicia con un carácter contemplativo. El director Oscar Catacora registra cual etnógrafo, describiendo las costumbres y rituales de sus protagonistas. Son los solitarios habitantes en sincronía con la naturaleza de los Andes del Perú, desde el ganado a la intangibilidad de lo místico.
En paralelo, se descubre una mirada sobrecogedora, a propósito de la congoja, tanto física como emocional, que emerge de esta pareja de esposos. Son los achaques propios de la ancianidad y la añoranza a un hijo al que no ven desde que marchó a la ciudad. El principio de “Wiñaypacha” (2017) se alinea a los propósitos nostálgicos de un director como Yasujiro Ozu. La vejez como centro del universo, contemplado desde la abnegación y una rutina empeñada a subrayar un tradicionalismo en declive, en este caso, el andino. Es decir; se hace una antesala a lo decadente.
En medio de la normalidad, un mal presagio se asoma en la historia. A partir de entonces, los ancianos estarán a merced de un mal hado. Es como si la naturaleza y su misma cosmovisión conspirara contra ellos. Catacora obliga a sus protagonistas a enfrentar una serie de desventuras. Aquí el beatus ille es una quimera. A pesar de la obstinación de sus protagonistas, la desesperación no deja de marchar en ascenso. “Wiñaypacha” se va convirtiendo en un relato angustiante, dado que la escasez y los quejidos se tornan también progresivos. Como para sofocar, de pronto cualquier singularidad se relaciona a un nuevo mal augurio, tal como el graznido de un ave o el derrumbe de un vestigio ceremonial. Catacora sincroniza el ritmo dramático de la historia. La proximidad de un nuevo vuelco en la historia está antecedida por una tregua que alimenta el optimismo, una falsa esperanza, la resistencia del imaginario milenario que en un principio lucía perpetuo.
“Wiñaypacha” no solo es lograda en su trama, sino también en un plano formal. Esta película hablada íntegramente en aymara posee una gran puesta en su modo de registro. El cineasta puneño encuadra a manera que el fondo y los objetos asuman perspectivas y un protagonismo recíproco. Es la correspondiente entre hombre y naturaleza, ambos intérpretes en la historia, cohabitantes y los que dan sentido a la cosmovisión andina, pero que más adelante revelarán una incompatibilidad que no descubre una racionalidad. Oscar Catacora hace un retrato conmovedor del declive de una herencia cultural, sin necesidad de recurrir al maquillaje dramático. Hay una ausencia de una banda sonora, la limpieza de un trabajo fotográfico, que apenas se remarca cuando existe la penumbra. Hasta el calvario no tiene inclinaciones infames. No existe un castigo expiatorio o un deus ex machina que ponga un orden de las cosas. Aquí todo luce sintomático.
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