Por Hans Rothgiesser - 02 /01/2013 - www.semanaeconomica.com
Hay un error de diseño fundamental en la
política de promoción de cultura peruana, por lo menos en lo que
respecta al fomento del cine peruano. Cualquiera que esté ligado al
sétimo arte en el país sabrá que su mayor posibilidad de adquirir
financiamiento para un proyecto es apelando al concurso que hace una vez
al año el Dicine, anteriormente llamado Conacine (cuando aún no estaba
incluído en el relativamente nuevo Ministerio de Cultura). No obstante,
-y aquí el principal problema- el concurso no define responsabilidades
posteriores al lanzamiento del proyecto cinematográfico. Así, alguien
que gana todos los fondos a los que apela, básicamente porque un grupo
reducido de jueces seleccionados decide que es un proyecto que merece
ser promocionado, no tiene que producir una película que haga click con
el público. De hecho, puede obviar completamente los intereses y los
gustos de la audiencia peruana. Total, ya ganó su premio. Ya tiene su
dinero y ya pagó las cuentas. Y, si supo administrar los fondos
obtenidos, ya se pagó a sí mismo su sueldo de director, productor y/o
guionista y puede sentarse a planear su siguiente proyecto.
Ahí yace el principal problema. No se
aplica lo que en otros países, que de alguna manera incluyen candados
que eviten el divorcio entre los gustos de los jueces y los del público
en general. Después no debe sorprender que los peruanos vayamos cada
vez menos a ver películas peruanas. Que es, por cierto, precisamente lo
que está pasando. Como lo comenta el portal peruano Cinencuentro,
durante el 2012 se ha mantenido el nivel de producción de años
anteriores: ocho películas estrenadas en salas comerciales, 24
presentadas en círculos independientes. En este escenario, la
producción nacional se lleva apenas el 2% de la taquilla nacional. Y de
todo lo recaudado por películas peruanas, el 82% se lo llevan apenas
dos películas, las cuales son animadas: Rodencia y el diente de la princesa de David Bisbano y Los ilusionautas de Eduardo Schuldt.
Después de años de una clara tendencia,
por fin varias voces distintas comienzan a lamentar lo evidente: Que los
cineastas peruanos están repitiendo fórmulas que alguna vez tuvieron
impacto en el público, pero que hace tiempo que ya no interesa a la
audiencia en general. Desde el escritor Roberto Núñez Carvallo (que abordó el tema en una de sus novelas) hasta el cineasta Fabrizio Aguilar (que este año estrenó su película Lima 13)
dejan de echarle la culpa de las penas del cine nacional a una supuesta
influencia malvada extranjera, para comenzar a reconocer una
deficiencia nuestra. Una deficiencia que podría corregirse con una
correcta intervención del Ministerio de Cultura, si es que tuviese la
intención de hacerlo y que parece que no tiene (su proyecto de ley de
cine no incluye objetivos de educación o capacitación o actualización para cineastas peruanos).
De hecho, esas dos películas animadas
que se llevaron US$570,000 y US$740,000 de la taquilla, respectivamente,
no fueron proyectos pensados para ganar concursos, sino para apelar al
público. Un cineasta peruano no debería tener que decidir entre
adaptarse a los sesgados criterios de lo que es una buena película para
el Ministerio de Cultura y lo que es una película interesante para los
peruanos, sin que eso signifique sacrificar calidad. No me opongo a que
el Estado aplique dinero a promover cultura, lo cual tiene sentido
económico. Pero que lo haga bien.
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