Por: Elsa Fernàndez Santos-cultura.elpais.com-23-11-2012.
José Luis Borau era mucho más que guionista, director, productor,
profesor, escritor, editor, actor, expresidente de la Academia Española
de Cine —y su principal impulsor tal y como hoy la conocemos—,
expresidente también de la SGAE, miembro de la RAE y del patronato del
Reina Sofía y creador de una fundación que bajo su tutela pretendió
allanar el camino de todo aspirante a cineasta. José Luis Borau,
fallecido en Madrid a los 83 años, era, sobre todo, un oráculo para el
cine español, un referente absoluto para varias generaciones que vieron
en él a su representante más independiente y complejo, un hombre que
amaba el cine por encima de todo y que bajo su aspecto tierno y
bondadoso era capaz de dar un golpe en la mesa (con plato redondo y
mantel blanco como condiciones innegociables para sentarse a comer) y
decir basta con esa rotundidad y tozudez que parecen inherentes a la
genética aragonesa.
Borau nació en Zaragoza en 1929, hijo único tardío de unos padres que
él siempre vio demasiado “mayores” y que le sobreprotegieron y
aislaron, entre otras cosas, de los horrores de la Guerra. “Durante el
conflicto no fui al colegio; hubo un bombardeo y mi padre dijo ‘ni
hablar, hasta que esto no acabe no sales de casa’, y allí me quedé, en
una mecedora que guardo como una reliquia porque fue el sitio en el que
me pasaba las horas”, recordaba en una entrevista con este periódico en
2008, año en que ingresó en la Academia con un discurso que indagaba en
las huellas del cine en el lenguaje hablado y escrito. Le gustaba decir
que no había hecho otra cosa en su vida que ver y leer cine, oficio que
comparaba con el arte de la seducción: “Uno hace el cine como el amor.
Como puede”. Durante casi una década vivió en Estados Unidos donde rodó Río abajo (1984), un estrepitoso fracaso financiero que sin embargo demostró su genio loco y su empatía por los márgenes (Leo, 2000) y la frontera. De carácter bronco, pero fondo frágil, Borau asumió en varios
momentos de su vida los compromisos de un hombre incorruptible. En el
fondo latía la insobornable tenacidad de todo individualista. En 1975,
se negó con una firmeza que chocaba con su aire de inocente niño gigante
a realizar los 40 cortes que la censura de un franquismo ya agonizante
le exigía para dar luz verde a Furtivos, su filme más
reconocido. Su idea era hacer una película de gente escondida, “ese tipo
de gente que vive como metida entre hojarasca...”, decía. Manuel
Gutiérrez Aragón fue el coguionista de “un cuento de hadas” duro y
cruel. Borau venció a los censores, no solo no lograron masacrar su
filme sino que tuvieron que asistir a su éxito nacional e internacional y
a su triunfo en San Sebastián, donde obtuvo la Concha de Oro.
El otro episodio que marcó su vida pública ocurrió el 31 de enero de
1998, cuando, siendo presidente de la Academia de cine, Borau sorprendió
a todos con otro gesto que le identificará para siempre con la
integridad moral de los grandes. Sus manos blancas sobre el escenario en
la gala de entrega de los Goya para condenar el asesinato del concejal
sevillano del PP Alberto Jiménez Becerril y su esposa dejaban claro que
el venerable cineasta no sabía vivir callado. “Ha sido el mejor
presidente de la Academia, lo sabemos todos”, señalaba ayer Enrique
González Macho, actual cabeza de la institución. “Él la modernizó, la
hizo tal y como la conocemos, y como presidente nos regaló su imagen más
emblemática: la de aquellas manos blancas. Como buen aragonés, cuando
quería algo lo conseguía y aunque era un hombre de consenso y de una
educación exquisita, exquisita de verdad, cuando quería algo lo
conseguía”.
Entre sus empeños siempre estuvo la fundación que llevaba su nombre
pero que acabó disuelta como consecuencia de la reclusión al que le
llevó en los últimos tiempos su enfermedad. Operado con éxito de un
cáncer de esófago hace dos años, no supo sin embargo lidiar con igual
éxito con las consecuencias psicológicas que supuso la merma de energía.
La falta de vitalidad le fue, poco a poco, aislando. Dejó de salir de
casa y hasta de su cuarto y muchos le perdieron la pista. Los fondos de
la fundación acabaron en la RAE, destinados por su decisión a estudios
sobre lenguaje y cine.
Solitario vocacional, militante, Borau siempre se quejó del exceso de
atenciones que recibía su persona. “Soy un solitario frustrado, siempre
hay gente alrededor, pero mi afán es la soledad. Tengo amigos, me
invitan, me agasajan, y yo siempre estoy con una reserva: ‘A ver si me
dejan en paz”, reconocía a este periódico. Ese marcado individualismo,
quizá el mismo que le llevó a admirar la cultura estadounidense y su
cine cuando se veía con recelo desde los salones ideológicos europeos
cualquier vaquero solitario, se había forjado desde niño en las horas
muertas pasadas sobre aquella mecedora que guardó hasta el final de su
vida. “Es un amuleto, pero no me siento en ella por si la rompo. Lo que
me gusta hacer hoy es lo que hacía en la mecedora de niño: darle vueltas
a todo, a la vida, a mis amigos, a la familia de entonces”. Hoy la vieja mecedora de José Luis Borau se detuvo definitivamente. La impronta de su memoria seguirá acunando el cine español.
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